31.3.07

Gasa

Diego Bustos




Despertarme de nuevo en la oscuridad del cuarto en medio del olor a alcohol y ungüentos de la noche anterior. Ganarle a las gallinas, a los pájaros, sentir el paso sigiloso del tiempo alejándose detrás de la puerta cuando abro lo s ojos. Hacer las cobijas a un lado y comprobar que el frío cuaja en un solo espasmo mi cuerpo, la materia gelatinosa de mis ojos que no ven. Incorporarme lentamente, respirar, poner los pies en el frío baldosín, pararme y moverme en el espacio referencial del cuarto sin tropezar. Recordar cómo lo hice ayer, y antes de ayer. Vestirme. Recoger el punzón sobre la mesa en el punto exacto donde sé que lo dejé anoche. Apretarlo en mi mano antes de guardarlo en el bolsillo de la chaqueta. Recorrer aquella distancia que separa la mesa de la puerta antes que la luz o un gallo me sorprendan. Abrir sin ruido, encontrar en la penumbra la silueta de las mesas colmadas de máquinas. Saberlas cubiertas de un aserrín viejo que sólo alcanzo a oler. Esperar sentado a que amanezca junto a la ventana de este cuarto desnudo, sin siquiera un calendario en la pared, ni siquiera una foto. No oír a los gallos, ni a los pájaros, despertarme con el ronroneo del primer bus que pasa. Verlo acercarse por la ventana. Salir. Cerrar la puerta con cuidado, sin hacer ruido. Subirme allí donde me conocen. No saludar. Permitir que el frío guarde mis manos en los bolsillos de la chaqueta mugrienta. Sentarme y apretar los ojos, apretar las manos, especialmente la izquierda, que no volveré a ver hasta la noche. Ni yo ni nadie. Recorrer el espacio como si nada, llegar a la décima, tener que soportar el peso de mi cuerpo con la diestra y casi caer cuando al balancearme aprovechando la inercia del bus me dejo descolgar bruscamente sobre el asfalto. Verlo alejarse echando humo antes de dar media vuelta y enfrentarme a la corriente migratoria de la calle, tropezar con las personas por no caminar con la cabeza en alto, mirar al suelo y sentir cómo poco a poco los transeúntes nos van abriendo paso, cómo ya casi nadie tropieza con nosotros. Detenerme. Alzar la vista. Comprobar que tengo hambre, que ya es tarde. Dar media vuelta de nuevo y caminar detrás de aquellos que llevaban tan bien abiertos los ojos. Arrellanarme dentro de esta chaqueta, sentir el frío achicharrarse en el espasmo de los músculos apretándose y encontrarme con el frío tacto del punzón en la palma de la mano, inmune a mi calor orgánico. Caminar despacio junto a la corriente migratoria mientras manipulo en el espacio reducido del bolsillo la posición del punzón y le doy vuelta cuidadosamente de tal manera que la punta filosa apunte hacia mi vientre, cuidadoso de no dejar ver a las personas del paradero esta maniobra, estas personas que se van acercando cada vez más con sus rostros helados. Enfilar la punta del punzón por en medio del roto que el bolsillo tiene y que permite que ya sienta su filo encima de la camisa.

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