30.11.06

Litio

Oscar Pantoja

¿Cómo pude ser tan imbécil? Eran las dos últimas pastillas que me quedaban. Desesperado me arrodillé al lado del inodoro. Metí la mano con asco a pesar de estar el agua azul, era lo único que podía hacer, pero fue inútil. Desaparecieron. Sentí horror, como si hubiera visto El Exorcista, La Profecía y El Inquilino a la vez. Peor aún. Donde vivo no hay droguerías. Es un barrio residencial. ¡Y eran las seis de la mañana¡ ¿Qué podía hacer? Empecé a ver la realidad distorsionada. Sufro de Síndrome Bipolar, una enfermedad mental leve, pero que si se descuida, termina en esquizofrenia. Me di cuenta que tenía Síndrome Bipolar cuando empecé a sentir que mi gato me espiaba. Tramaba algo. No sé qué era. Hablaba mal de mí y me miraba enojado. Eso no es normal. Que un gato lo espié a uno es normal, pero que hable mal, eso si no. Sospeché desde el principio. Empecé a hacerle el juego, a espiarlo. Era muy astuto, sin embargo descubrí su patraña. Y no era el único que tramaba algo contra mí. Los peces del acuario también. Fue entonces cuando el miedo me atenazó. En la calle los perros me observaban. No pude soportarlo. Fui donde mi siquiatra y le conté que los animales hablaban mal de mí. El me dijo:
—Los animales no hablan.
No le creí.
—Hágase estos exámenes— dijo.
Me los hice. Tenía carencia de Litio.
—No deje de tomar Litio— dijo el médico.




Mi gato dejó de espiarme. Los peces dejaron de hablar de mí. Los perros ya no se reían. Volví a la realidad, pero cuando se cayeron las pastillas en el inodoro, toda la inseguridad del mundo se me vino encima. Me vestí cuidando los más mínimos detalles. Vi a mi gato. Dormía. Vi los peces. Ni siquiera me miraban. A las 7: 30 tenía una reunión con un presidente de una multinacional de empleo. Siempre me abastecía de Litio, por cajas, por docenas, pero ocurre un día en que se te olvida abastecerte. Y eso me pasó. Bajé al garaje sudando. No podía cancelar la cita. No se puede cancelar una cita con un gerente de una multinacional así sea otro gerente. Pisaba cada escalón como si estuviera construido con cáscaras de huevo. No hice ningún ruido al llegar a la planta baja. No quería encontrarme con nadie. Vi la caseta de seguridad. El vigilante estaba de espaldas. Se movía en forma extraña. Me fijé en él. Giró un poco y lo descubrí. Lloraba como un niño. ¿Un vigilante de un metro ochenta llorando como un niño? Sentí escalofrío. Quién sabe qué estupidez le habría ocurrido. Me deslicé sin que me viera. Llegué a mi camioneta. Abrí la puerta y entré. Encendí el motor. Sintonicé la radio. Puse a Wagner. Le di tiempo al vigilante para que se secara las lágrimas. Avancé. Me saludó con su cara roja y una sonrisa postiza. Salí del edificio.

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